La maravillosa historia de Henry Sugar. Crítica.
Crítica de 'La maravillosa historia de Henry Sugar', narrada por Roal Dahl en su cobertizo de Gipsy House en Great Missenden, Buckinghamshire, entre febrero y diciembre de 1976.
Estamos de nuevo ante un relato de Wes Anderson, en esta ocasión corto, en el que los pocos personajes sustituyen a los niños, ausentes de esta historia, en la que, como es propio de su estilo, la puesta en escena cuidadosa, una mezcla de nostalgia vintage con una pizca de actualidad, la sitúan en un no man's land fuera del espacio y del tiempo, aunque evoca un universo muy personal de mediados del siglo pasado en el que el núcleo de la narración reside en la forma, constituida por diferentes escenarios propios del guiñol, de vivísimos colores, menos pasteles que vivos y decoraciones naïf que lo acercan a las representaciones de Leger, satisfaciendo el ego afrancesado del autor, 'un artista estadounidense que cae bajo el hechizo del país', quien dijo en el estreno de una de sus últimas películas que había pasado toda su vida sintiendo que estaba en una película francesa.* Los seguidores de su cine recordamos la anécdota de la protagonista femenina de Moonrise Kingdom, que huye de su casa con su pequeño amigo, y lleva su gato, comida para el animal y un disco de Françoise Hardy. No de Edith Piaf, no, de Françoise Hardy, situada unos escalones más bajo de la popularidad vulgarizante del 'Gorrión de París', porque Wes Anderson es un ilustrado a la europea.
Ilustrada es su paleta de colores, el uso de la slow motion y los desplazamientos de la cámara que sigue a los personajes que huyen, con frecuencia, en trenes, miembros de familias desestructuradas en busca de su Arcadia perdida. En esta ocasión recurre a la ruptura de la cuarta pared ; sus personajes se dirigen en una posición de estricta y pétrea frontalidad a los espectadores, mientras que delante, detrás o al lado, un tramoyista imaginario va moviendo los escenarios que evocan a su famoso Hotel Budapest e introduce indisimulados trampantojos que provocan la ilusión de que algunos de sus personajes levitan. Es precisamente la forma en que mueve estos ilusorios interiores y exteriores pintados que ubican a los personajes, el color y el dibujo infantil que suple a los niños ausentes, el mundo de maquetas y juguetes educativos de madera, el que crea este lenguaje absurdo que mantiene al público expectante y atrapado por la forma tan personal y única de la realidad sugerida. La historia es simple y absurda, pero funciona como nexo de unión de las diferentes partes de esta maquinaria que hacen tan especial el cine de Wes Anderson, que nos remite a un pasado y nos acerca a nuestro 'ratatouille' particular, precisamente en un momento en el que muchos jóvenes piensan que el conocimiento del pasado, materializado en un título universitario, equivale tan sólo un papel que no les representa. En el cine del norteamericano la búsqueda del tiempo perdido, el trineo del Ciudadano Kane, tienen un gran peso y se materializa en esos objetos que la emblematizan, que se muestren como escenarios necesariamente vintage que nos recuerdan lo que un día fuimos.
*El sueño francés de Wes Anderson y el París que recuerdo. New York Times International Weekly.
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