Gladiator versus La caida del Imperio Romano.



Se ha criticado mucho el filme de Ridley Scott, Gladiator, y se han buscado con lupa los gazapos, llegando incluso a detectar una botella de butano o el reloj que llevaba un extra. Paralelamente se ha elogiado por los nostálgicos La caida del Imperio Romano, de Anthony Mann. Ambas son débiles históricamente, y no sé que importa más si Marco Aurelio fue asesinado por su propio hijo Cómodo o por sus adláteres, cuando no se dispone de una fuente fiable. Lo que si es evidente es que a Mann le importaba bastante bien poco la fidelidad y su gran objetivo era entretener al espectador con un género que permitía poner en marcha la máquina hollywoodiense con su gran cantidad de extras y con sus divas en primer plano. La importancia histórica que se da a Lucila, interpretada por la gran Sofía Loren, viene impuesta no por su relevancia real, sino por la necesidad de amortizar económicamente su contrato, enrolándola en una historia de amor y unas intrigas palaciegas inverosímiles. Es indiferente que represente a Doña Jimena, esposa del Cid, o a Palas Atenea, el vestuario es siempre el mismo, el que más le favorece, con tocado y lazo que le sujeta la barbilla incluido; pelos cardados y despeinados , a lo B.B y modelitos increibles.





El abigarramiento de edificios en la vía sacra es agobiante, y el esclavo que recuerda al general que celebra el triunfo, única ocasión en la que el ejército entraba en la urbs, es sustituido por un jerarca, que dios sabe quién es; James Mason ( filósofo Timónides ), Mel Ferrer u Omar Shariff son relegados a penosos papeles secundarios, en los que el primero más que a un filósofo parece representar a un predicador. Los decorados confunden constantemente y no te permiten saber dónde estás. Eso sí las galeas, de latón, relucen con sus penachos de colores y los paludamenta son de un rojo esplendoroso; las armaduras no corresponden a las de su tiempo. Pero todo esto no importa, Anthony Mann lo único que pretendía era estimular la imaginación de su público. Es spectacular la secuencia en la que unos ¿? hombres echan dinares de oro a los soldados, no se sabe para qué. Y sobre todo es destacable la actitud de Cómodo empeñado en rebelar a todos los reinos aliados conta él.





Lo único fiel son los ricitos de Marco Aurelio (Alec Guinness), iguales que los de la estatua ecuestre del Museo Capitolino.



Partiendo pues del hecho de que en lo que se refiere a las costumbres y la vida y culto privado de los romanos no solo no informa, sino que desinforma, en la parte histórica manifiesta una profunda ignorancia respecto al papel del Senado y las pretensiones del emperador filósofo de restaurar la república. En tiempos de Marco Aurelio esta institución era puramente decorativa, pues más de cien años antes Calígula hizo cónsul, máxima magistratura republicana, a su caballo y obligó a los senadores a rendirle pleitesía, demostrando el respeto que le merecían. No fue la vieja reivindicación de la condonación de las deudas, con intereses de usura, o la extensión de la ciudadanía, que le costó la vida a Julio César, lo que hundió el Imperio romano, sino la avaricia y la incapacidad de la oligarquía terrateniente de gestionar un imperio tan extenso, en el que los bárbaros se habían infiltrado hasta en la guardia pretoriana y participaban en los asesinatos de emperadores. Las guerras continuas habían diezmado a los soldados y ya Mario (más de doscientos años antes) había instituido el ejercito formado por los capite censi o soldados mercenarios, que no disponían de más riqueza que su propio cuerpo.





La muerte de Cómodo, traicionado por su guardia de corps, rodeándole con una muralla de escudos alineados en dos filas, una encima de la otra, me obliga a un ejercicio de imaginación de la posición de los soldados que estremece. A partir de aquí podemos ya hablar de fotografía tenebrista, puesta en escena megalómana y deslumbrante, mezcla de historias de amor, intrigas palaciegas, batallas y todo ese largo etcétera a que no acostumbra la crítica; alguien ve hasta influencias del western, y debe ser por ese ir y venir de Marco Aurelio, Cómodo o Flavio de un lado a otro. Tampoco faltan los gladiadores, emisarios del cruel emperador, apresados por el 'hijo adoptivo' de Marco Aurelio y seguramente vendidos a un lanista (elipsis conveniente). La última secuencia de Sofía Loren gritando como una poseida que ha caído el imperio romano a un pueblo convertido en chusma, que grita y canta indiferente, es alucinante. El problema no es de Anthony Mann o de Samuel Bronston, sino de los que quieren ver algo más allá del espectáculo.

Samuel Bronston era un capitalista que vino a rodar varios filmes a una España (Las Matas, Madrid) de salarios bajos y legislación favorable a los empresarios en materia laboral e impuso una visión megalómana del cine. El resultado fue un fiasco económico.

Ridley Scott no ha querido hacer de Gladiator una película rigurosamente histórica, sino una historia verosímil, ambientada en una Roma decadente e inmoral que le permitió dotar de dignidad a su 'gladiator', que si no existió ahora ha cobrado vida en la leyenda creada por la imaginería popular que ha impulsado al mismísimo Ministerio de Cultura italiano a buscar la tumba del personaje inspirador de Maximo. La grandeza de Ridley Scott reside en haber creado a un personaje admirado por el público, generación tras generación; un general romano que nunca había estado en Roma ,amante de su familia, del emperador, leal...



Hoy se dispone de más medios que, aunque costosos, no exigen esos movimientos de masas que reclutaban Mann y Bronston (imaginamos a pueblos enteros disfrazados de romanos ). Nos acercan a los legionarios, de armaduras gastadas, gruesos costurones en las cicatrices , vendados con lo que tenían a mano, desgastados sus mantos y llenas de sangre sus manos tras las batallas; la reconstrucción de los campamentos, realizada por equipos de asesores, nos permiten ver al ganado en pequeños cercados, para alimento de los soldados, movimientos continuos en espacios reducidos, donde se hacinaban miles de soldados, y tiendas del pretorio con los manes, lares o genios de los mandos del ejército. En su marcha las legiones eran seguidas de mercaderes, prostitutas, y todo lo que necesitaban los hombres para su vida diaria; los soldados cargaban con sus impedimenta, repartiendo el peso entre los contubernales ( ocho por tienda) y sólo en la batalla caminaban expeditos, mezclándose el aquilifer con los signifer o portadores de las insignias de las legiones.







También podemos ver las representaciones en los anfiteatros de grandes gestas históricas en las que vencieron los romanos, y en las que los más modestos de los gladiadores cargaban con la peor parte, la del perdedor; nos ahorra a los leones comiendo cristianos. En el Coliseo hay dos puertas: una por la que entraban los gladiadores vivos y otra por la que salían muertos. Mujeres y esclavos ocupaban gradas de madera en la parte más elevada del graderío. No obstante gran parte del film se rodó en el teatro Marcelo.

En resumen, nos creemos más a Máximo y a Cómodo, y las intrigas para derrocar al emperador recreados por Ridlye Scott, que a los de Anthony Mann. Russell Crowe, Joaquin Phoenix y Richard Harris son dignos representantes de la romanidad, y siguen entusiasmando a los más jóvenes, que gracias a este film han aprendido a valorar de nuevo el género. De todo tiene que haber.


En esa simbiosis perfecta que se produce entre un actor y su personaje a los ojos del espectador, Russell Crow siempre será Maximo, lo quiera él o no. Esta es la naturleza del personaje creado por Ridley Scott, que le sirve de excusa para volver su mirada al pueblo romano y sus costumbres en la época de su decadencuia.









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